El hombre
que aprendió a correr
Hace siete
años le amputaron los dos brazos. Hace tres empezó a correr, y en dos semanas,
en Sevilla, podría volar. Domingo siguió el entrenamiento, en Huancayo, de
Efraín Sotacuro, el peruano que pugna por ser el primero en correr una maratón,
en unas Paraolimpiadas.
Dos piernas brillosas bordean el Estadio de Huancayo. Son
las 7 y media de la mañana, del jueves,
a más de 3 mil metros sobre el nivel del
mar. Las bocas son pequeñas chimeneas de aire frío; y las pistas, angostas
serpientes de metal. Los vendedores
ofrecen sus últimos choclos y caldos
a tardones y a turistas
soñolientos.
Las dos
piernas continúan la marcha a trote veloz. Suben por una pendiente, dejando
atrás el bullicio. El ritmo es sostenido. En la acera, en el asfalto, y
ahora, minutos después, en un camino de
tierra, por el Cerrito de la Libertad, uno de los miradores de la ciudad.
Avanzamos
por una subida, en medio de una jauría de perros lanudos, hasta que una reja
detiene a nuestro auto. Es la entrada al Cementerio Los Ángeles de Ocopilla.
Las piernas
fibrosas -que han pasado, raudas, por la puerta- le pertenecen a Efraín
Sotacuro, huancavelicano, 25 años, atleta. Siete años atrás, Sotacuro pretendía
dedicar su vida a reparar maquinarias pesadas, como su padre. “Así viajarás
bastante. No hay muchos”, le decía. Correr era la actividad pesada y forzosa
que debía hacer para conseguirlo. La única manera de llegar hasta su colegio,
en Huancavelica, desde su casa -una
construcción de adobe sobre una colina- en el centro poblado de Paltamachay.
Una hora de
ida y otra de vuelta, por trochas y
senderos accidentados. Entrenamiento inconsciente, por necesidad, que lo
preparó para lo que vendría después.
DESCARGA BRUTAL
Una mina
abandonada. Unos cables pelados en el piso, y dos primos juguetones e imprudentes.
Primero los patearon de un lado al otro, como si armaran una pared en una
'pichanga'. Nada ocurrió. Luego, Alfredo, su primo, pasó sus dedos sobre el
cable. Nada, otra vez. Turno de Efraín. En segundos, su cuerpo convulsionaba,
pegado, con la fuerza de un imán, a una torre de alta tensión. Su último
recuerdo es su mano derecha intentando liberarse.
Luego le
contaron que voló muchos metros, que un chorro de sangre brotó de su cabeza y
que se desvaneció por media hora. Cuando despertó -la ambulancia se demoró en
auxiliarlo, en Huarochirí, hasta adonde había ido para visitar a su padre que
trabajaba en una mina cercana-, y vio sus brazos maltrechos y sangrantes, se
arrodilló, levantó la mirada, y lanzó un grito desgarrado: ¿Por qué, Dios? ¿Por
qué? Después cayó. No los tuvo más. El
derecho se lo amputaron hasta rozar el hombro; y el izquierdo, debajo del codo.
El primero
de agosto de 2008, a dos meses de cumplir 18 años, cursando el quinto año de
secundaria, Efraín Sotacuro se quedó sin brazos. “Estuve un mes encerrado en mi
cuarto. Me quería morir. No podía pintar ni escribir. Nada podía. Solo llorar y
llorar”.
NUEVAS MANOS
Sotacuro
devora un jugoso cebiche de trucha frente a nosotros. Coge el tenedor, juntando
sus dos muñones, con destreza. Parte un trozo de camote, lo combina con el
pescado, los granos de choclo, y agacha su cabeza para engullir el bocado.
Atenaza el
vaso de chicha, y bebe sin sobresaltos.
Se da un respiro, y se acerca a su celular. El muñón derecho, el más chiquito,
es prácticamente un puntero. Escribe su contraseña sobre la pantalla tactil y,
de inmediato, ingresa a su Facebook para chatear. No hay limitación alguna. Son
los mismos movimientos, frenéticos y ansiosos, de cualquier muchacho de su
edad.
A su lado se
encuentra Julissa (16), la quinta de sus nueve hermanos. Una chiquilla tímida,
de cabello amarrado y sonrisas contadas. Cuando ocurrió el accidente fueron
ella y su madre quienes lo bañaban,
cepillaban los dientes, cambiaban de ropa,
y le daban de comer. Hasta que una terapia le enseñó a Sotacuro que con
su cuerpo podía hacerlo todo de nuevo. Sus nuevos brazos son, desde entonces,
sus extremidades recortadas, sus pies y, si es preciso, su boca.
A pesar de
lo aprendido, su existencia no albergaba mayores aspiraciones: vender llaveros,
y ayudar en la municipalidad de Huancavelica. Para obtener este trabajo, era
necesario sacar su carné de discapacidad. Sotacuro viajó a la oficina del
Consejo Nacional de Igualdad de Discapacitados (Conadis) en Lima, en noviembre
de 2012. En plenos papeleos, una asistenta social lo invitó a participar en una
carrera 10k, que partía del Pentagonito, en San Borja, y terminaba en Canaval y
Moreyra, en San Isidro.
Con menos de
una semana de preparación, unas zapatillas gastadas, un shortde fútbol, una
inscripción financiada, y altas dosis de pánico, Sotacuro acabó en el puesto
doce, en 37 minutos con 20 segundos, por encima de nueve mil personas. Un nuevo
atleta había sido parido.
EL ÁGUILA
“Le faltaba
todo. Resistencia, velocidad. Estaba al nivel de las chicas principiantes.
Ahora hace 10 kilómetros en 31 minutos y está en el segundo grupo, de tú a tú,
echándole ganas”, anota el mexicano Rodolfo Gómez (65), entrenador del Programa
Maratonistas -pelo en pecho, anillo dorado en el anular izquierdo.
Efectivamente,
cuando Sotacuro ingresó al programa que reúne, en Huancayo, a los mejores
fondistas del país (entre ellos Raúl Pacheco, plata en los Panamericanos
Toronto 2015, y Gladys Tejeda, a quien le retiraron la dorada, en Toronto, por dopaje), en abril de 2014, estaba en un
nivel bajísimo. Ha sido el empuje, la alimentación y sus condiciones innatas
las que han hecho su parte.
Enfrente de
un mercado, en una avenida con cuatro
boticas y dos panaderías, en un cuarto piso, arriba de un consultorio
obstétrico y dental, en un espacio con siete camarotes, vive Efraín Sotacuro.
Una medalla de plata cuelga de una de
las tablillas de la cama de arriba.
Sotacuro no recuerda de cuál de sus competencias es. O tal vez prefiere no contármelo.
En su
gaveta, donde guarda sus doce pares de zapatillas, están las tres lecturas en
las que reafirma su fe: la Biblia, una biografía de la Madre Teresa de Calcuta
y una 'Vida sin límites', de Nick Vujicic, un famoso conferencista australiano
que nació sin extremidades.
“Le falta
tiempo nomás. Condiciones le sobran. La resistencia se gana. Es un proceso”,
señala Juan José Castillo (47), coordinador general del programa, retirado a
los 38 años, tras ser atropellado por la moto guía en una competencia.
Sotacuro
jamás ha corrido una maratón (42K). Pero sus marcas en media maratón (21K) despiertan esperanza: 1: 16, entre los 25
primeros, en Huancavelica (2014); 1:14, puesto 12, en Lima (2014); 1:11, puesto
21, en Lima (2015).
El 21 de
febrero, en dos domingos, Sotacuro correrá la Maratón de Sevilla. Le exigen un
tiempo de 2:45 para clasificar a los Juegos Paralímpicos Río 2016, en la
categoría T-46 (discapacitados físicos con afectación de alguna extremidad o
falta de ella). Si hace tres horas clavadas, se mantendrá a la expectativa, a
la espera de un cupo. De lo contrario, tendrá dos chances más: Hamburgo (abril)
y Sao Paulo (mayo).
El keniano
Boaz Lorupe (32), asistente técnico y atleta retirado por una rodilla
magulllada, lo acompañará. Cada cinco kilómetros deberá trotar a su lado,
sosteniéndole una botella de agua, mientras bebe. “Efraín es un águila que en
vez de alas tiene dos piernas. Su impulso es su empeño”.
Anochece en
Huancayo. Sotacuro firma con su boca el último documento para partir a España.
¿Por qué corres?, le pregunto. “Porque mis papás ya no lloran. Porque me subo a
muchos aviones, representando a mi país. Porque tengo otra vida. Una mejor
vida”.
Renzo Gómez -
La República