Hualla duerme sobre huesos
El luto no termina en
este pueblo ayacuchano, decenas de familias aún buscan a los que desaparecieron
en el conflicto armado de los ochenta. Las viudas y los huérfanos conviven con
exsenderistas y exmilitares en un pacto de silencio.

Unos niños
juegan entre las cruces del cementerio de Hualla, en Ayacucho. Juegan a la
guerra. El niño vestido con un disfraz de soldado le apunta a la niña con un
fusil de madera: ¡Bang, bang! Metros más allá, como en comparsa, un grupo de
hombres y mujeres caminan llevando flores en las manos. Deambulan entre las cruces
plantadas en la pampa sin detenerse en ninguna, pues no tienen tumba. Tienen
muertos –o presumen que los tienen–, pero no tienen dónde dejarles las flores.
Son los
familiares de los desaparecidos del conflicto armado interno, almas en pena que
lloran a sus difuntos, que en el fuego cruzado entre Sendero Luminoso y las
Fuerzas Armadas perdieron algún pariente de la forma más cruel: un día el papá,
la hermana, el tío estaba, al día siguiente ya no, se lo habían llevado a
rastras, como a un animal, quién sabe a dónde.
ZONA ROJA
San Pedro de
Hualla es un pueblo enclavado en la puna del sur de Ayacucho, en la provincia
de Víctor Fajardo. De día no hay mucho movimiento, la gente se va a trabajar a
sus chacras a las cuatro de la mañana y regresa al atardecer. Por la noche, lo
único que da vida al pueblo es la televisión por cable y los cantos en las
iglesias evangélicas (más de la mitad de la población que era católica antes
del conflicto ha cambiado de fe).
El paisaje
de ahora es muy diferente al de los años ochenta. En esa época Hualla era
considerada “zona roja”. Como otras tantas comunidades de esta parte del país,
fue tomada por Sendero Luminoso. Todos debían colaborar con los subversivos, si
no los mataban. Al propio alcalde lo ejecutaron de un tiro en la cabeza bajo el
campanario de la iglesia. En 1983 llegaron los militares para dar el
contragolpe. Se instalaron varias bases contrasubersivas. Hualla quedó sitiada
y se inició una guerra sin cuartel en la que se esfumaron para siempre decenas
de huallinos.
MAPA MACABRO
Han pasado
más de tres décadas y, salvo en las borracheras o en la intimidad del hogar, en
el pueblo no se habla del tema. Sin embargo, nadie puede desligarse de los
fantasmas del pasado, sobre todo los familiares de los desaparecidos que con el
devenir del tiempo se han resignado a la idea de que nunca los volverán a ver
con vida.
Hualla es
uno de los lugares del Perú donde hay más gente que espera que le devuelvan el
cuerpo de sus parientes o lo que quedó de ellos. Aquí conviven 74 familias de
desaparecidos, las viudas y los huérfanos que no pueden cerrar el duelo, que
siguen buscando respuestas.
Édgar
Choccña vio a los 9 años cómo se llevaban a su padre Rufino Choccña en un
camión lleno de detenidos a la Base Militar de Canaria (a una hora de Hualla),
un domingo 13 de mayo de 1983. Nunca más lo volvió a ver. Hoy el terreno de la
base ha sido lotizado para construir conjuntos habitacionales: “He ido y he
preguntado –dice el profesor Édgar–, los pobladores dicen que ahí hay
entierros, incluso a las chicas les fastidian diciéndoles que si escarban van a
encontrar huesitos de las manos de los muertos. Posiblemente a mi papá lo hayan
enterrado ahí, aunque otros cuentan que lo aniquilaron en una iglesia
abandonada en el poblado de Taca y que
llevaron el cadáver en varios viajes a los socavones de una mina”. Según el
Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF), 58 huallinos desaparecieron en
Canaria entre 1983 y 1984.
Al igual que
Choccña, otros deudos han trazado el mapa macabro de los posibles lugares donde
podrían estar enterrados los restos de sus familiares. Los pobladores están
convencidos de que Hualla duerme sobre fosas comunes.
VIVIR SOBRE FOSAS
Al pie del
poblado, en una pampa que hoy rebosa de verde, se ve lo que quedó de la Base
Militar de Chimpampa. Son paredes de techo alto. “Aquí había un horno y allá
una capilla. Aquí había una torre alta de centinelas, allá los militares
construyeron un calabozo subterráneo que llenaban de agua y era donde metían a
los detenidos para torturarlos”, cuenta el agricultor Marino Oré a modo de tour
macabro. Hoy Chimpampa es un apacible vivero municipal. Marino dice que veía
todo lo que hacían los militares con los detenidos desde su casa que quedaba al
frente de la base.
Al igual que
en Canaria, los militares traían aquí a todo el que consideraban sospechoso.
Dieciséis huallinos cruzaron el portón del cuartel. No se les vio más. Uno de
ellos fue el esposo de Juana Crisante, Fortunato Méndez. La viuda sostiene una
fotografía de él mientras camina sobre la ex base militar y escucha
desconcertada la narración de Oré: “Aquí había una pampita donde los militares
hacían sus prácticas de tiro, después la convirtieron en fosas. Sí, de día
aparecían los montoncitos de tierra”. Si lo que dice Oré es cierto,
posiblemente Juana esté parada sobre los restos de su marido.
El anciano
Darío Inca es uno de los pocos que sobrevivió a Chimpampa. Néstor Valenzuela,
familiar de otro desaparecido, lo oye hablar en quechua y traduce: “Cuenta que
los militares lo sacaron de su casa una noche, lo llevaron a la base con otros
diez, le vendaron los ojos y lo metieron al pozo lleno de agua hasta las
axilas, al rato lo sacaron y lo golpearon. A los ocho días lo soltaron porque
su esposa les llevó a los militares dos cabras de regalo”.
A Inca le
tiembla la mitad del cuerpo. Para
caminar debe sostenerse de un bastón. Su cojera es producto de la
golpiza que le dieron los militares mientras estuvo secuestrado. Hoy, que hubo
un desfile escolar en Hualla, la municipalidad le regaló una silla de ruedas.
Es la única indemnización que ha recibido.
EL CHOFER
“En todo el
país hay un total de seis mil fosas clandestinas, solo en Ayacucho hay cuatro
mil, y el Ministerio Público solo tiene 20 forenses para cumplir con las
exhumaciones. Haciendo cálculos y siendo optimistas, en 60 años posiblemente
podremos ubicar a los desaparecidos”, dice Percy Rojas, antropólogo del EPAF.
En ese interín lo más probable es que los deudos mueran antes de poder enterrar
a sus familiares. “El Estado no tiene una política de búsqueda de
desaparecidos”, dice la abogada Gisela Ortiz. “Ni siquiera los busca, el deudo
es el que debe investigar en qué fosa, en qué quebrada, en qué cuenca podría
estar enterrado su familiar”.
En Hualla,
dicen los familiares de los desaparecidos, probablemente haya un hombre que
sepa a dónde se llevaron los militares a sus familiares. Se llama Teodomiro
Benítez, es un huancaíno y se quedó a vivir en el pueblo luego de la guerra. Él
manejaba el camión de la tropa militar de Chimpampa. “Sí, había calabozos
subterráneos donde metían a los de Sendero. No sé si los torturaban. Eran
tiempos de guerra sucia. Todas las calles estaban pintadas con la hoz y el
martillo. No se podía confiar en nadie, toda la gente era roja. Hasta te daban
cancha y queso envenenado, cuántos militares murieron así, cuántas bombas me
pusieron a mí. Pero sobre los desaparecidos no sé nada, la Fiscalía ha venido
varias veces a interrogarme, yo no sé nada, no tengo por qué defender a nadie”,
asegura Benítez. Cuando le pregunto cómo lo miran los huallinos, dice: “Yo me
llevo bien con todos, hasta a los terroristas los conozco. Algunos tienen sus
buenas tiendas en plena plaza”.
En pocas
partes del país se ve lo que en Hualla. Aquí conviven viudas y huérfanos,
exmilitares y exsenderistas, víctimas y posibles asesinos. En todo el pueblo no
hay un solo policía. La armonía la sostiene el silencio. Nadie habla de lo
ocurrido.
Juana
Gallegos – La República
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