La bomba
norcoreana
Mario Vargas
Llosa

Hace unos
diez años comencé a leer un libro apasionante, pero abandoné su lectura a las
pocas páginas porque era, al mismo tiempo, terrorífico. Lo había escrito un
grupo de científicos que, luego de establecer, hasta donde era posible, el
número de armamentos nucleares que pueblan el planeta –se debe haber
incrementado en el tiempo transcurrido–explicaba las consecuencias que podría
tener para el mundo el que, por un acto de locura ideológica o un mero
accidente, esos artefactos de destrucción masiva comenzaran a estallar.
Las cifras
eran escalofriantes tanto en número de muertos y heridos como en contaminación
del aire, las aguas, la fauna y la flora, al extremo de que, a la corta o a la
larga, podía desprenderse de este proceso la extinción de toda forma de vida en
el astro que habitamos.
Si esto es
cierto, y supongo que lo es, ¿no resulta incomprensible que un asunto tan
trascendente –la preservación de la vida– apenas llame la atención del público
muy de tanto en tanto, por ejemplo esta semana, cuando Kim Jong-un, el
patológico sátrapa de Corea del Norte, anunció que, celebrada por toda la
población norcoreana, acaba de hacer estallar su primera bomba de hidrógeno.
Los técnicos de Estados Unidos y Europa se han apresurado a decir que este
anuncio es exagerado, que la última dictadura estalinista del planeta apenas ha
conseguido fabricar hasta el momento una bomba nuclear. El Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas, la Unión Europea
y distintos gobiernos –entre ellos, el de China– han condenado el experimento
(cierto o falso) anunciado por Kim Jong-un. ¿Habrá nuevas sanciones de castigo
al régimen norcoreano? En teoría, sí, pero en términos prácticos, ninguna,
porque ese país vive en un aislamiento total, como dentro de una probeta, y
sobrevive gracias al puño de hierro que aherroja a sus infelices ciudadanos-esclavos, al contrabando y a la demagogia delirante.
Oficialmente,
hay seis países en el mundo que poseen armas nucleares –Estados Unidos, Rusia,
China, India, Pakistán y Corea del Norte– y sólo dos de ellos, Estados Unidos y
Rusia, han experimentado bombas de hidrógeno, que tienen una capacidad
destructiva siete u ocho veces mayor que las bombas que aniquilaron Hiroshima y
Nagasaki. Sólo una décima parte del arsenal nuclear ya acumulado sería
suficiente para acabar con todas las ciudades del globo y desaparecer a la
especie humana. Debemos estar todos muy
locos en este mundo para haber llegado a una situación semejante sin que nadie
haga nada y sigamos contemplando, a nuestro alrededor, cómo los arsenales
nucleares siguen allí, acaso aumentando, a la espera de que, en cualquier
momento, algún fanático con poder encienda la chispa que provoque la gigantesca
explosión que nos extermine.
Ya sé que
hay organizaciones pacifistas que tratan –sin mucho éxito, por lo demás– de
movilizar a la opinión pública contra
este armamentismo suicida, y gobiernos e instituciones que, de manera ritual,
protestan cada vez que un nuevo país, como Irán hasta hace poco, intenta
acceder al club exclusivo de potencias atómicas. Pero lo cierto es que, hasta
ahora, el desarme ha sido una mera retórica sin consecuencias prácticas y que,
empezando por los de Estados Unidos y Rusia, los planes de desarme no avanzan.
Los depósitos de armas de destrucción masiva continúan allí, como anuncio
permanente de un cataclismo que acabaría con la historia humana.
¿Hay que
resignarse, esperando que esta situación se prolongue, o es posible hacer algo?
Sí, es posible, y hay que comenzar por hacer exactamente lo contrario de lo que
hice yo hace diez años con aquel libro aterrador. Hay que enterarse del horror
que nos rodea y, en vez de jugar al avestruz, encararlo, difundirlo, alarmar a
cada vez más gente con la siniestra realidad a fin de que las campañas
pacifistas dejen de ser obra de minorías excéntricas y cobren una magnitud que
movilice por fin a los gobiernos y haga funcionar de manera efectiva a los
organismos internacionales. Nada de esto es utópico; cuando hay una voluntad
política resuelta, es posible sentar a una mesa de diálogo a los adversarios
más encarnizados, como ha ocurrido con Irán, que ha consentido detener su programa atómico a cambio del
levantamiento de las sanciones que tenían paralizada a su economía.
¿Y si la
negociación es imposible? En raros casos esto puede ser cierto y, sin duda, uno
de estos casos podría ser el régimen de Pyongyang. La satrapía de los Kim no
sólo ha condenado al pueblo norcoreano a vivir en la miseria, la mentira y el
miedo. Con su búsqueda frenética del arma nuclear que, cree, le garantizará la
supervivencia, pone en peligro a sus vecinos de la península y a todo el Asia.
La comunidad internacional tiene la obligación de actuar, poniendo en acción
todos los medios a su alcance para acabar con un régimen que se ha convertido
en un riesgo para el resto del planeta. Hasta China, que fue uno de los escasos
valedores de la dictadura norcoreana, parece haber comprendido el peligro que
representan para su propia supervivencia las iniciativas demenciales de Kim
Jong-un. Y la forma de actuar más eficaz
es cortar de raíz la posibilidad de que el régimen de Pyonyang continúe
con unos experimentos nucleares que constituyen, en lo inmediato, una gravísima
amenaza para Corea del Sur, China y Japón. La comunidad internacional puede dar
un ultimátum al régimen norcoreano, a través de las Naciones Unidas, dándole un
plazo preciso para que desmantele sus instalaciones atómicas so pena de
proceder a destruirlas. Y cumplir con la amenaza en caso de no ser escuchada.
No creo que haya un caso más evidente en el que un mal menor se imponga por
sobre el riesgo de que Pyongyang provoque una catástrofe con cientos de miles
de víctimas en el Asia y, tal vez, en el mundo entero.
En uno de
esos lúcidos ensayos con los que se enfrentó al mesianismo ideológico al que
sucumbieron tantos intelectuales de su tiempo, George Orwell se preguntaba si
el progreso científico debía ser celebrado o temido. Porque esos
extraordinarios avances en el conocimiento, al mismo tiempo que han creado
mejores condiciones de vida –en la alimentación, la salud, la coexistencia, los derechos
humanos– han desarrollado también una industria de la destrucción capaz de
producir matanzas que ni la imaginación más enfermiza de antaño podía
anticipar. En nuestros días, el avance de la ciencia y la tecnología ha
sembrado el planeta de unos artefactos mortíferos que, en el mejor de los
casos, podrían devolvernos al tiempo de las cavernas, y, en el peor, retroceder
este planeta sin luz a aquel pasado remotísimo en que la vida no existía aún y
estaba por brotar, no se sabe todavía si para bien o para mal. No tengo
respuesta para esta pregunta. Pero lo que haré de inmediato será buscar aquel
libro que dejé sin terminar y leerlo esta vez hasta la última línea.
Madrid,
enero de 2016
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