La memoria de Oronqoy
El equipo forense que investiga restos de víctimas de los años de violencia interna instaló por primera vez un laboratorio fuera de la ciudad de Huamanga. En octubre, el poblado de Oronqoy albergó a los peritos del Ministerio Público que tomaron muestras para identificar a sus familiares.

Cae la noche en Oronqoy.
El aire helado de la cordillera ayacuchana, a 3,700 m.s.n.m., se cuela por las
ventanas sin vidrio de la futura posta del pueblo. Las paredes de adobe son lo
más parecido al revestimiento de una congeladora para los cinco forenses que
ahora mismo trabajan en este lugar. Analizan. Reconstruyen osamentas. Ordenan
vértebras, las arman y las desarman. Toman un cráneo. Sujetan parte de una
pelvis. Trabajan en un ambiente amplio, deshabitado, sobre tres mesas blancas.
Van vestidos con batas de plástico celeste, con guantes y máscaras. Llevan
nueve días sin parar y tienen otros dos días de trabajo por delante.
Los miembros del Equipo
Forense Especializado del Ministerio Público llegaron hasta Oronqoy el 20 de
octubre. Su misión era identificar los restos de las víctimas de una matanza
ocurrida en el anexo conocido como Estacayoc. Era la primera vez que dejaban el
laboratorio que tienen instalado en Huamanga. La histórica primera vez que las
pericias a restos de víctimas de la violencia interna se desarrollaban en el
propio escenario de los hechos.
En agosto, los pobladores
de la comunidad se opusieron a que los restos de sus familiares se trasladaran
hasta la capital ayacuchana, posteriormente firmaron un acuerdo con el
Ministerio Público. No era un simple capricho. Son doce horas las que separan a
Oronqoy de Huamanga. Se empieza a pie,
durante unas cinco horas, por un camino serpenteante y de bajada. Luego
se continúa en las tolvas de camionetas station wagon, del puente Kutinachaka
hasta Andahuaylas (Apurímac) y de allí a Huamanga.
Esta descripción, claro,
es cablegráfica. Apenas detalla la odisea que significa trasladar los restos de
seres humanos durante ocho horas, cerro abajo. Y el regreso a Oronqoy es
todavía más duro.
El Puente Kutinachaka
(1,250 m.s.n.m.) cruza el caudoloso río Pampas, que sirve de límite natural
entre Apurímac y Ayacucho. Frente a él se ubica una pared rocosa sobre la que
se ha trazado un caprichoso camino de herradura que tiene más de cien curvas y
al que se conoce como Dientes de Tiburón.
El sol aparece a las
nueve de la mañana en este lugar. A las diez el calor es tan intenso que cada
paso resulta agotador. Hasta las tres de la tarde, la temperatura del ambiente
es de 28 grados. Incluso los más preparados le temen a este camino. Los
lugareños siempre cuentan la historia de un oficial del ejército que se llenó
de ampollas en los pies, cayó al río Pampas y tuvo que ser rescatado. Una vez
repuesto, el militar, fuera de sí, tomó su arma y descargó todas las balas que
tenía en la cacerina. “Cerro maldito, me has sacado la mierda”, repetía ante
los ojos incrédulos de los comuneros.
Desde que los peritos
llegaron, una casa ubicada en la placita de Oronqoy sirve provisionalmente de
almacén para las almas. Antes de partir, el fiscal Juan Manuel Borjas, de la
Primera Fiscalía Penal Supraprovincial de Ayacucho y Huancavelica, pidió a los
deudos y vecinos que no la abrieran. Por si acaso, puso un candado. No era
necesario: para la población de Oronqoy lo importante es la celeridad en los
análisis e identificación de los restos de las víctimas.
EL HORROR DE LOS 80
Oronqoy está ubicado en
el extremo este del distrito de Chungui, provincia de La Mar, en la zona
conocida como Oreja de perro. La CVR ha detallado en su informe final que este
lugar fue uno de los principales escenarios del fuego cruzado entre Sendero
Luminoso y las fuerzas del orden. Todo empezó en 1980, cuando profesores
subversivos empezaron a adoctrinar a los estudiantes de todos los anexos de
Oreja de Perro. En 1981, la policía y los ronderos se instalaron por unos meses
en Oronqoy. En 1982, la Guardia Republicana torturó y asesinó al estudiante
Valerio Flores. Un año después, Sendero asesinó a cuatro comuneros. En el 84,
las fuerzas del orden mataron a 29 comuneros acusados de subversivos. Y en el
86, 31 pobladores de Oronqoy y Chillihua, refugiados en la zona de Chaupimayo,
fueron asesinados por militares de la base de Pallqas.
Toda esta historia ha
generado temor y recelo entre los pobladores de Oronqoy. No quieren, por
ejemplo, que se les asocie con Chungui. Ellos dicen que desde este lugar venían
los militares a matar a sus familiares. Por eso viven a espaldas de la capital
de su distrito, son la periferia, se sienten parte de ella.
Tampoco recuerdan cuándo
ocurrieron las matanzas de las que fueron víctimas sus parientes. Pero
Estacayoc es algo que no olvidan. Está a dos horas del pueblo, es una pequeña
planicie que albergó una estancia y una casucha en la que se refugiaron unas
cuarenta personas.
Rosilda Orihuela Huamán
(52) tenía 17 años cuando pasó todo. Era el verano de 1985, los sinchis
(agentes de la Guardia Civil) irrumpieron en la celebración del carnaval e
hicieron disparos. Empezó entonces lo que se conoce como una “retirada”: Dos mandos senderistas obligaron a
"escapar" a parte de la población hasta Estacayoc. Se quedaron allí
un año entero. Comían calabazas y raíces. Cuando los senderistas se enteraron
que los sinchis los estaban cercando, huyeron y ordenaron a las mujeres y niños
que no se movieran de la estancia, que la policía no los atacaría. Pero se
equivocaron. Rosilda sobrevivió porque el día del ataque dejó el campamento
para pastear unos animales. Perdió a cinco hermanos y a su madre. Hoy, a sus 52
años, le cuesta caminar. Las rodillas le duelen. “Es por mis penas, señor”, me
responde. Ella no se acercó a la exhumación de los cuerpos de Estacayoc. No
quería volver a sentir tanta tristeza.
Máximo Lima vio a lo
lejos la masacre de Estacayoc, desde Tastabamba un centro poblado vecino.
Recuerda que se veía una bengala y luego el fuego que consumió la casa. Al día
siguiente, Máximo encontró la casa quemada y los cuerpos ardiendo. "Habían
niños muertos, hombres con las manos atadas, como Justiniano Azpuro, la señora
Isabel Velásquez (...) Los que llegaron de curiosos derrumbaron las paredes
para cubrir los cuerpos. Volvieron una semana después y se dieron cuenta que
pumas y zorros se estaban comiendo los cuerpos".
La búsqueda por
sobrevivientes continuó. Máximo recuerda un hallazgo milagroso. Cerca de un
punto de agua, a 300 metros de la estancia encontraron el cuerpo sin vida de
una mujer identificada como Teodosia Orihuela. Tenía una bala a la altura del
abdomen. Su hijo de cuatro años dormía entre sus brazos. Había sobrevivido
comiendo tallos de oca. Un pariente de Máximo lo recogió. El niño se llamaba
Rommel. Según el testigo, ahora vive fuera del país, con otra identidad.
A las demás víctimas las
enterraron como pudieron, las cubrieron con un poco de tierra y huyeron.
Convivían con el temor.
Por todo esto, Braulio
Orihuela, alcalde de Oronqoy, no quiere que los restos de sus familiares estén perdidos,
desperdigados en los rincones, entre los cerros.
"Queremos que estén
en un solo lugar. Acá, en Oronqoy. Si los llevan hasta Huamanga cómo los
recuperaríamos. A veces no hay plata ni para los cajones, cómo los traeríamos
desde allí".
La población piensa igual
que Orihuela. Por eso exigieron que se instalara el laboratorio del Ministerio
Público en su comunidad ni bien concluyeron las exhumaciones en Estacayoc (el
26 de agosto), donde se habrían recuperado 39 cuerpos.
Son respetuosos de sus
muertos. Apenas se acercan al laboratorio que por ahora permanece cerrado.
Esperan resultados. Esperan la verdad.
Max Cabello – La República
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