EL MAL
TIEMPO ENTRE COSTURAS
El caso del confeccionista asesino
Sentado en el banquillo de acusados por ser pobre y carecer de conexiones. Un minuto más y moría de asfixia. Un ejemplo de los graves problemas del sistema judicial.

El 31 de
mayo pasado, el confeccionista Miguel Ángel Mosquera Mosquera, de 31 años,
terminó envuelto en una trifulca al final de un partido de fulbito. Fue
agredido por Enrique Cajas Olivera, un policía que estaba de franco, a quien
decidió denunciar en una comisaría de San Juan de Lurigancho cercana al lugar
del pleito. De acuerdo con la denuncia, Mosquera dijo haber recibido golpes de
puño en el rostro y en el cuello, además de un botellazo en la cabeza. Antes
tuvo una disputa verbal con el agresor. Entrada la noche, cuando ya había
proporcionado toda la información y se disponía a retirarse, en la comisaría le
dieron una mala noticia: estaba requisitoriado.
ORDEN DE CAPTURA
Su nombre y
apellidos figuraban en una base de datos de la comisaría. Aparecía requerido
por un juzgado de Junín, como supuesto autor de un homicidio en la provincia de
Chanchamayo.
–Imposible
–dijo Mosquera–. Yo no conozco Chanchamayo. Pero allí estaban sus nombres y
apellidos. El guardia de turno le dijo que tenía que quedarse detenido. Y así
fue. Esa noche se la pasó de pie en un calabozo de la DIRINCRI de la avenida
Canadá. Había tantos detenidos que no era posible estar en otra posición. Tres
días más estuvo allí hasta que lo trasladaron a Huancayo por tierra. Parte de
la demora se debió a que no quiso dar el dinero que le solicitaban para
trasladarlo al juzgado de La Merced de donde era requerido. ¿Por qué tendría
que darles plata a los policías?, se dijo.
En medio de
su infortunio, Mosquera se hizo otra reflexión. Si de verdad existía una orden
de captura en contra suya porque alguien lo había implicado en un asesinato
(evidentemente por error) era mejor afrontarlo de una vez. Así, la detención
injusta por lo menos serviría para aclarar las cosas. Eso sí, a costa de tiempo
y dinero. Vivía con su mujer y sus tres
hijos en Mirador del Futuro, San Juan de Lurigancho, y su mirada al futuro era
convertirse en un próspero confeccionista independiente. Hacía uniformes, ropa
de bebés, y, como decía a quien lo escuchara: “ropa interior para damas y
caballeros”.
CRIMEN EN TEKILA
Fue
trasladado a Huancayo y después a La Merced, cuyo Primer Juzgado Penal había
emitido el mandato de detención. Allí se enteró de los hechos. La noche del 15
de noviembre del 2013, el mototaxista Lino Aliaga Villanueva, de 36 años,
estaba en la discoteca Tekila de La Merced, junto con su conviviente, Luz García
Salazar, y tres amigas más. Tekila es uno de esos lugares de penumbra vaga
donde se bebe, se baila, y hay chicas que hacen baile en tubo. Aliaga y su
pareja discutieron. El mototaxista, de borrachera turbulenta, se hizo botar por
los miembros de seguridad. Los distintos testimonios no logran explicar cómo
logró reingresar a la discoteca, donde aún permanecían sus amigas. Coinciden en
que aún estaba vivo hacia las dos de la madrugada. A partir de entonces las
versiones son imprecisas y contradictorias.
Lo indudable
es que Aliaga fue encontrado muerto en la orilla del río Tulumayo, que corre al
costado de la discoteca. Tenía el cráneo abollado, un fémur roto, y contusiones
por todo el cuerpo. Había sufrido más que una paliza. Lo había golpeado más de
un hombre.
La lectura
del dictamen fiscal, realizada por la Segunda Fiscalía Superior Mixta de La
Merced, recoge testimonios de unas quince personas, entre clientes y
trabajadores de Tekila, con quienes Aliaga se lió a golpes. Lo llevaron entre
todos al baño de hombres, y de allí salió muerto y empapado en sangre.
UNA PELEA BRUTAL
Al día
siguiente había varios trabajadores magullados. Jesús Jara Aguirre presentaba
cortes, Jim de la Cruz Reyes y José Povis Hinostroza, diversas contusiones. A
ellos les fueron practicados sendos exámenes médicos que confirmaron las
heridas. Para los investigadores, las pericias demuestran que hubo una pelea
brutal entre Aliaga y una parte del personal de la discoteca. La acusación
sindica a cinco personas como autores de la golpiza que terminó en asesinato:
los tres nombrados más otros dos. El cuarto es el principal acusado, Jherson
Medrano Pariona, administrador de Tekila, sospechoso de ordenar la agresión, la
limpieza de la sangre del baño, el traslado del cadáver a orillas del río.
¿El quinto?
Nada menos que Miguel Ángel Mosquera, quien jamás había pisado Tekila ni La
Merced.
Fue Medrano,
incriminado por diversos testigos, quien nombró a Mosquera como un guardián que
hacía menos de 24 horas había ingresado a trabajar a Tekila. No mostró
documentos ni otra referencia que sus nombres y apellidos. El resto de testigos
e incriminados solo se refieren a un tal “Serrano”, ni siquiera como autor de
golpes mortales, sino como alguien que reconoció el cadáver al borde del río. Inventaron a un quinto hombre, a un fantasma,
hacia el que se pudieran derivar responsabilidades. Ninguno de ellos reconoce
haber agredido a la víctima ni haber recibido golpes de ella. Jara dice que sus
heridas se las hizo un gallo de pelea. De la Cruz, que fue atacado por su
enamorada. Povis asegura haberse caído. La fiscalía incriminó al fantasma sin
ninguna diligencia. El verdadero Mosquera jamás recibió una notificación.
NADIE VERIFICA
El abogado
Jorge Cárdenas, asentado en San Ramón, fue designado de oficio para asumir la
defensa de Mosquera ante el juzgado de la capital de provincia, porque el
confeccionista no podía pagarse un penalista de Lima y llevárselo a
Chanchamayo. Allí no conocía a nadie y tampoco tenía presupuesto suficiente.
Cárdenas dice haber visto casos peores del mismo tipo de arbitrariedad
sostenida en la acusación de alguien que simplemente soltó un nombre, sin que luego se investigara mínimamente qué
persona está detrás de esa identificación, dónde vive, qué estaba haciendo
cuando ocurrió el crimen.
–He visto al
acusado de violación ante un tribunal, detenido desde hace tiempo, y a la víctima decir: ¡No, no, él no fue!
Mosquera no está detenido. El juez pertinente de La Merced, tras examinar con
razonabilidad la acusación, decidió que acudiera en libertad al juicio oral en
Chanchamayo. Pero a los jueces no les importa complicarle la vida a un
inocente: deciden que vaya a todas las diligencias, como si le sobrara el
tiempo y el dinero. Imelda Tumialán, al
servicio de las víctimas de abusos policiales en la Defensoría del Pueblo,
tiene a Mosquera bajo su brazo protector. El sistema judicial, arguye, está
violando sus derechos humanos:
–Una
sospecha debe estar basada en hechos específicos, no en conjeturas abstractas.
ATAQUE DE ASFIXIA
Mosquera
debe continuar yendo a las audiencias. Cada viaje –ya diez– representa
cuatrocientos soles. Es demasiado para su economía. Para ahorrar, decidió
convencer a un chofer de bus que lo dejara ir en el lugar de las maletas, en la
parte inferior y cerrada de la carrocería. Meter a un ser viviente en esta
especie de ataúd no solo está prohibido
sino que es altamente peligroso. Aunque hay animales que sobreviven.
En medio
camino a Huancayo Miguel Ángel Mosquera
sintió que el aire le faltaba. Al comienzo era una sensación angustiosa, pero
con el paso de los minutos se convenció de que se asfixiaba y empezó a patear
desesperadamente las paredes de su jaula. El chofer no escuchó. Sintió que
estaba próximo al desvanecimiento. No recuerda bien el momento en que el bus paró y fue abierto el
compartimento de equipajes. Según le contaron después, lucía de un color
morado. Se dio cuenta de que le había faltado poco para morir.
Ricardo
Uceda – La República
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