Yurúa, la
abandonada
En Ucayali,
en la frontera con Brasil, existe un pueblo indígena, custodiado por un solo
policía, sin agua ni desagüe, con niños anémicos que nunca han mordisqueado una
manzana y se pasan meses sin estudiar. Un aeródromo de asfalto es uno de los
pedidos para acabar con el olvido.

Dos veces a
la semana, cada vez que un avión estira sus ruedas, levantando polvo, Yurúa
deja de ser un trazo desconocido en el mapa, una porción de tierra, oculta e
inubicable en el follaje de la selva para existir.
Como hoy. En
la que una delegación de periodistas limeños –bichos todavía más lejanos y
desaparecidos–, han descendido, con aparatos raros, embadurnados de un blanco
viscoso, para caminar por todos lados,
hacer muchas preguntas y tratar de entender
por qué un kilo de fideo cuesta nueve soles, uno de arroz seis, un tarro
de leche siete y, sobre todo, por qué en un suelo tan fértil, de chacras
descomunales, apenas se produce plátano y yuca.
Yurúa le
debe su nombre a uno de los mayores
afluentes del Amazonas que nace en el Perú y continúa en Brasil. Es uno de los
cuatro distritos de Atalaya, provincia
de Ucayali, con 2,300 habitantes,
repartidos en 23 comunidades, constituidas por cuatro etnias: yaminahua,
asháninka, ashéninka y arawacos. Existe, claro. Y desde 1943.
Para llegar
hasta aquí, a su capital, Breu, solo hay una manera: por los aires. Y en buen
tiempo. Cuando la lluvia es una descarga incesante, entre diciembre y febrero,
la pista se transforma en una recta accidentada y barrosa. Un peligro sobre el
que ningún pájaro metálico se atreve a posarse.
No hay
carretera. Y a través del Alto Yurúa, en botes artesanales de ocho metros, sólo
es posible trasladarse por las comunidades. Más no se puede. Algunos viajes
duran hasta tres días como a Onconashari y otros, por suerte, una hora, como a
Santa Rosa, al norte de Breu, nuestro primer destino, el único arawaco.
Estamos
reunidos en un centro comunal que funge de colegio. El líder se presenta y,
casi de inmediato, empieza a quejarse de la oscuridad. Pero es tibio. Educado.
De pronto, un señor bajito, descalzo, de polo amarillo lo interrumpe y dispara:
“Voy a hablar bien claro. Este –señala al alcalde Javier del Águila, sentado en
una de las carpetas de adelante–, antes de ser alcalde prometió muchas cosas.
Agua pura, limpia para nuestros hijos. ¿Dónde está eso? Tanto esperar, estamos hartos. Se lo digo en
su cara”.
Del Águila
mira hacia algún punto de la pizarra, con el cuello rígido. El tipo no se
detiene y le da puñetes secos y cortitos
a la carpeta. Parece el preludio
de un estallido, pero queda allí. En humo contenido. Del Águila lo calma, contándole su drama. Sus muchas
visitas a Lima y los desplantes que suele pasar en los distintos ministerios
cuando menciona que proviene de Yurúa. ¿Dónde queda eso?, le preguntan sin
anestesia. Él toma un lápiz y dibuja.
Entre el
2008 y 2009 se instalaron, en la mayoría de las comunidades, tanques de agua
que nunca funcionaron. Elefantes de madera, construcciones de la burla. La
explicación: mal estudio del suelo. El pozo, al ser tubular, se llena de polvo
y se sella completamente.
A unos 50
metros del tanque, al pie de una fosa, unos niños beben de unos tazones de agua
marrón. Uno de los comuneros les piden que se levanten los polos. Son torsos
salpicados de llagas. Atacados por hongos.
La hija de Fernando Aroni (33), el líder y teniente alcalde, también
padece de micosis. A Aroni solo le ha alcanzado para enviarla dos veces a
Pucallpa y un tratamiento de dos meses
(era de siete) con pastillas, cremas y aceites para la piel.
“Nada más
puedo hacer”, se atormenta Aroni.
SALUD ATACADA
Un señor
delgado, en calzoncillo, se baña a baldazos debajo de una quebrada, en Dulce
Gloria, a tres horas y media de Breu. Al cabo de un rato sube pero con torpeza
y lentitud, cogiéndose de los montículos de piedra, y mirando de frente.
No hay nada
de extraordinario en la escena si no fuera porque José Dios (57), que es como
se llama, es ciego. Lo está desde hace un par de años. La degeneración de su
vista fue veloz. El pueblo no sabía exactamente qué tenía. Lo atribuían a unas
maderas que le cayeron en un aserradero.
Miguel Charry (30), técnico en enfermería, y
responsable del único puesto de salud en toda la zona lo derivó. Diagnóstico:
Leishmaniasis cutánea o Uta, una serie de úlceras que si no se frenan a tiempo
son capaces de destruir las membranas
mucosas de la nariz, la boca y la garganta. Y avanzar jodiéndolo todo, como
ocurre con sus ojos.
Dios, que
mastica el español, explica su proeza: “Aquí toda mi vida. En otro lugar no,
pero aquí sí”.
La salud en
Yurúa hace tragar saliva: el 78% de niños sufren de anemia, un porcentaje
parecido en neumonía, y un 80% de adultos tienen sífilis. En cada territorio se
han instalado botiquines comunales que
poseen sólo lo básico. A Ermita Gonzales (69) no le sirvieron de nada las tiras
de paracetamol cuando una víbora le picó el pie izquierdo. Sus pies
arrastrándose, su invalidez parcial, son la penosa constatación.
Las
intervenciones quirúrgicas son inviables. Hace poco un paciente casi muere por
una peritonitis que estaba por convertirse en septicemia. Se salvó por la ira
de Eduardo Fuentes, el médico de Breu, con los funcionarios de la DISA: “Si no
viaja a Pucallpa y se muere será su responsabilidad”.
LIBROS TARDÍOS
El martes,
las mellizas Lucero y Estrellita Prado, dos de las cinco hijas de una pastora
evangelista que vende menú en Breu, cumplieron doce años. Emilia, su madre, las
abrazó. No alcanzó para nada más. Aunque eso haya sido suficiente.
Ambas cursan
el primer año de secundaria, y hace unas semanas recibieron sus textos escolares. Sí, en octubre, a dos
meses de concluir el año. Solo guiaron
su aprendizaje con cuadernos. Aprendizaje es un decir. Los profesores pisaron
Yurúa a finales de abril, se marcharon en julio de vacaciones y retornaron a
finales de setiembre. Muchos, ni siquiera regresaron.
Según cifras
de la UGEL de Coronel Portillo, el avance educativo, o sea del plan de
estudios, es apenas de un 30%. Eso sin contar que en muchas comunidades, como
en Santa Ana, hay un solo profesor para todo primaria. Profesores que muchas
veces no dominan el dialecto de la etnia y enseñan en un castellano que los
confunde.
¿Por qué los
profesores demoran y los pacientes se mueren de a pocos? Inaccesibilidad. En
Yurúa aterriza North América, la empresa que hace vuelos subsidiados dos veces
por semana desde Pucallpa, y cobra 100 soles por cada uno; y el Grupo 42, de la
Fuerza Aérea, que deja ayuda pero es de frecuencia irregular. Si no llega, no
hay petróleo. Y, por lo tanto, tampoco la luz que alumbra solo en Breu,
mediante un motor, dos horas y media cada noche.
Cada kilo
tiene un flete de cuatro soles. Por eso, una botella de agua, de medio litro,
cuesta cinco soles. En las comunidades, por el
transporte (galón de gasolina a 30 soles), el precio aumenta. No hay comercio y, por
ende, cultivos.
El alcalde
Javier Del Águila, con diez meses en el cargo y sujeto a investigación por la
fiscalía, por haber utilizado la identidad de nativos para cobrar 14 mil soles
–culpa a un exasesor del delito–, empuja dos proyectos:una carretera que los
conecte con Tahuanía, distrito de Atalaya, y un aeródromo con una pista de
asfalto de 1,300 metros –400 metros más que el actual–, para el aterrizaje de
aviones de cinco toneladas.
Del Águila
reconoce que Yurúa es "un corredor para el narcotráfico", pero por la
nula presencia de la policía de frontera (hay una caseta abandonada en el hito
38°, y solo un policía resguarda a Breu, con una comisaría lista desde el año
pasado que aún no funciona), y descarta que el aeródromo sea un arma de doble
filo al servicio del narco.
Es jueves, y una avioneta del Grupo 42 estira sus ruedas en la pista. Niños y
adultos corren tras ella. Yurúa existe otra vez. Por unos minutos.
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